Originalmente en inglés, traducido por Manuel Carrasco García-Moreno
Detesto probarme ropa. Estoy seguro de que las cámaras de todo el país me han grabado dando vueltas antes de dar vueltas por las tiendas de ropa en un estado de indecisión nerviosa. Creo que tengo bastante buen gusto y ojo para lo que me queda y lo que no, para lo que me gusta y lo que no. Lo que me falta es valor. Lo que me asusta es el compromiso.
Me doy cuenta de que comprar ropa es un compromiso un poco insignificante, pero como jesuita que intenta honrar su voto de pobreza, me gusta que la ropa que me compro cumpla con unos objetivos bastante amplios. Las más de las veces me veo cambiando regalos demasiado grandes o demasiado superfluos por algo que me resulta más apropiado y que mi armario necesita. Es un momento de oportunidad y de costo, de riesgo y de recompensa. A bolsillo lleno de certificados de regalo y a estómago lleno de dudas: a eso es a lo que me sabe a mí ir de compras.
Esto no es sólo un problema de armario. Nunca es tan simple. Están también involucrados mi cuerpo, mi identidad y mi auto-proyección. Van también mis relaciones con los demás, tanto desconocidos como amigos. Desde luego, no soy el único que se preocupa por cosas como esta. ¿Cuántos perfiles de Facebook incluyen una nerviosa confesión acerca de un estado sentimental “complicado”? Pues tengo noticias: es complicado porque es una relación; así es como funciona la cosa. Ya sea probándote ropa o cualquier otro tipo de compromiso, nuestras vidas las vivimos en público y eso complica las cosas.
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Cuando entré en el noviciado de los jesuitas, el maestro de novicios nos animaba a todos a ser amables y pacientes los unos con los otros durante nuestra transición a la vida religiosa. Nos decía que una nueva vocación es como un traje nuevo: te lo pruebas y te queda genial por un lado mientras que por otro te aprieta. Comprometerse a cualquier cosa (o con cualquier persona) requiere este tipo de paciencia. Al tejido le lleva tiempo ceder, a las costuras aflojarse y, más que nada, a ti acostumbrarte a cómo te ven los otros ahora que has adoptado un nuevo look, una nueva identidad. Siendo honesto, a veces no estoy seguro de qué es lo que da más apuro: un nuevo par de pantalones o un espejo inmisericorde.
Y esto sigue siendo verdad. A veces llegas a un punto en tu vida en el que te das cuenta de que ésta ya no te queda bien. Tal vez la vida parece demasiado pequeña y te sientes entallado. O quizás es demasiado espaciosa y te sientes perdido en ella. He descubierto que este ha sido el caso en algunas de mis relaciones tanto como en mi armario. Ha habido personas que me han amado con generosidad y con las que he tenido relaciones fuertes, pero de alguna manera, con el paso del tiempo, no he sido capaz de “llevarlas” bien. La relación empezó a apretar o a dar de sí. Ya no podía verme a mí mismo en ella. Algunas veces, debo admitir, ni siquiera les di una oportunidad; pero con bastante frecuencia hice todo lo que pude para que funcionaran y fracasé. Por una u otra razón, no me quedaban bien. No se me ajustaban. Necesitaba un cambio.
Hace poco mis estudiantes y yo terminamos de leer el relato corto de Flannery O’Connor, Un hombre bueno es difícil de encontrar. Hay un personaje en el relato que se autodenomina El Desequilibrado. Cuando le preguntan el porqué de ese apodo, explica que lo adoptó porque su castigo nunca parecía corresponder a su crimen. Nunca pudo reconciliar el sufrimiento que soportaba con lo que había hecho para merecerlo. Yo conozco también ese sentimiento: cargar con la culpa y la vergüenza durante mucho más tiempo del necesario, sufrir la reticencia a dejar marchar el dolor, la incapacidad de perdonar. El peso termina siendo demasiado, la realidad termina creciendo en un extraño desequilibrio, pero seguimos adelante renqueando en unos zapatos que nos dañan los pies.
En el clímax de la historia, después de realizar su “juego sucio”, el Desequilibrado se quita las gafas para limpiarlas. Poco antes se había puesto una camisa que había arrancado a una de sus víctimas y, tras hacer esto, había sido reconocido por otra de los personajes no como un desequilibrado sino como un hijo, “uno de [sus] niños”. Él rechaza con violencia esa identificación y, bueno, se le manchan de sangre las gafas. De alguna manera es una historia sobre cómo puede ser duro vernos a nosotros mismos, imposible a veces. Pero es ese reconocimiento el único momento de redención y gracia de toda la historia: un momento en el que la humanidad de una persona se revela y es reconocida por otra.
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Cuando nos probamos algo nuevo necesitamos valor, necesitamos paciencia y necesitamos apoyo. El don de uno mismo es algo que requiere reciprocidad, requiere relación. Soy yo quien se pone el traje; soy yo quien lo amolda; y dejo que las demás personas me ayuden diciéndome (normalmente con más indulgencia que el duro y frío espejo) cómo parece que me queda. ¿Qué tal se ve? ¿Realza mis ojos? ¿Ensalza mi figura? ¿Me queda bien? ¿Debería comprarlo? ¿Me reconoces?
Hay vulnerabilidad en el probador. Hay riesgo en la relación. Hay valor en el compromiso. Hay también momentos llenos de gracia al reconocer que has encontrado lo que merece la pena quedarse, lo que deseas llevarte a casa. Hay momentos en los que estás listo, o lo bastante listo, para hacer que funcione, para quitarle las etiquetas y hacerlo tuyo. Puede que deteste probarme ropa, pero desde luego me encanta llevarla. Y a veces, al menos en mi vida diaria si no en el probador, soy incluso capaz de mirarme al espejo y decir, “Válgame, ¡esto sí que me queda muy bien!”
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La foto de portada, del usuario de Flickr Robert Couse-Baker, puede encontrarse aquí.