Originalmente en Inglés, traducido por Manuel Carrasco García-Moreno.
Este semestre estoy dando en colaboración un seminario sobre espiritualidad ignaciana en un aula que es algo así como la pesadilla de Ricitos de Oro. Hace algunas semanas, hacía demasiado frío en el aula y el silbido del viento llegaba a ahogar las voces de profesores y alumnos, muchos envueltos en bufandas y chamarras polares a pesar de que, técnicamente, aún era verano. Últimamente hace demasiado calor, así que tenemos que dejar abiertas las ventanas para que nos entre el fresquito de la tarde. Aun a pesar de que nunca sabemos qué temperatura vamos a encontrarnos cuando lleguemos, he descubierto que estoy seguro de qué tipo de discurso voy a recibir de mis alumnos, uno que es mi pesadilla como profesor y como jesuita: la retahíla de disculpas.
La participación de los alumnos en clase es algo bueno y cuanta más hay más quiero. Más aún porque se trata de un seminario, y en este tipo de clases la participación es lo que impulsa el aprendizaje. Pero casi cada una de las réplicas de los alumnos, cada pregunta o comentario, comienza con una forma de disculpa u otra. Empiezan: “Puede que esta pregunta sea una tontería…”. O musitan como corderitos: “Estoy seguro de que esto no está bien planteado…”. A veces la disculpa viene en forma de comparación: “Estoy seguro de que esto que voy a decir no está tan claro [o no es tan ‘profundo’, o tan erudito, o tan conciso] como lo que han dicho los demás…”. Según voy escuchando las preguntas y comentarios que van surgiendo —todos válidos, razonados y perspicaces, cada uno a su manera— me pregunto: ¿Cuándo fue que te hicieron creer que lo que tú dices no es valioso o bueno? ¿Por qué te estás disculpando?
¿Por qué disculparse por ser curioso, por querer una respuesta a esa pregunta que te está rondando? ¿Por qué disculparse por dar voz a tus pensamientos, pensamientos que tú mismo medio estrangulas al salir de tus labios? ¿Por qué disculparse por ser tú?
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En su obra de 1968, El Precio, Arthur Miller nos cuenta la historia de dos hermanos alejados el uno del otro que vuelven a reencontrarse para vender las posesiones de sus padres tras la muerte de estos. Uno de los hermanos, Victor, un policía, preferiría deshacerse de todo y terminar de una vez: los recuerdos de sus padres, su difícil relación con su exitoso hermano, el dolor de cabeza que supone vender esas cosas y andar regateando el precio con extraños. Duda de que nada de lo que hay en el abarrotado ático del edificio valga algo de dinero en absoluto. Su mujer, Esther, le pregunta lo mismo que yo quiero preguntarles a mis estudiantes:
Esther: …Esto podría valer un buen dinero.
Victor: Lo dudo, no hay antigüedades ni nada.
Esther: ¿Solo porque es nuestro tiene que ser inútil?
Victor: Y eso, ¿a qué viene?
Esther: ¡Pues porque así es como pensamos! ¡Así!
Así es como pensamos. Así. Pensamos que nuestras imperfecciones pesan más que el valor de nuestras opiniones, de nuestras cosas, de nosotros mismos. Pensamos que porque es nuestro (y no del profesor, o del académico, o del experto) tiene que ser inútil.
Hay veces, eso sí, en las que uno se debe disculpar, por supuesto, y el arrepentimiento tiene un papel que jugar en nuestras vidas, incluso diariamente. Pero el aula de un seminario no me parece ni el sitio ni el momento. Mi clase trata sobre espiritualidad ignaciana y las preguntas y las aportaciones de los estudiantes parten inherentemente de sus experiencias. Disculparte por tus experiencias o por una pregunta sobre tus experiencias no me parece sino una falta de confianza y respeto por ti mismo, y eso me entristece y me asusta.
Mi temor radica en que en demasiadas ocasiones tendemos a pensar que lo que tenemos que ofrecer no vale nada, así que nos disculpamos por lo que tenemos y por lo que somos. Los pensamientos, comentarios y preguntas de mis estudiantes son lo que tienen para dar y yo creo que poseen un enorme valor, dado que esos pensamientos hablan de sus experiencias vividas y de sus esperanzas para el futuro. Ciertamente, sus pensamientos, comentarios y preguntas indican quiénes son y quiénes quieren llegar a ser.
Siempre he estado agradecido a aquellos que, a lo largo de mi vida, han tenido la paciencia de escuchar mis ideas a medio hacer y mis preguntas ‘estúpidas’, aquellos que me han ayudado a ver que mis experiencias, pensamientos e ideas eran merecedores de ser dichos en voz alta.
Así que, habla en clase, por favor. No importa como te veas a ti mismo, nunca es necesario que te disculpes por ser tú.
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La foto de portada, del usuario de Flickr Lee Morgan, puede encontrarse aquí.