Originalmente en Inglés, traducido por Manuel Carrasco García-Moreno.
Este artículo es parte de una serie de reflexiones escritas por los colaboradores de TJP. La lista completa: The Papal Interview: Young Jesuits React and Reflect La entrevista original: Publicada por Razón y fe |
Como poco, el papa Francisco sabe provocar titulares. Durante su épica entrevista con Antonio Spadaro, S.J., el Papa hizo como la mayoría de obispos cuando hablan con la prensa: se agarró con las dos manos al cable de alta tensión de la política (tanto civil como eclesiástica), enfrentándose a un trío de puntos calientes: aborto, matrimonio gay y anticonceptivos. Pero en lugar de enfrascarse en una serie de soflamas propias de la “guerra cultural”, Francisco dijo que, como Iglesia, estamos hablando demasiado de estos temas y, lo que es más, dándoles un énfasis desproporcionado. En otras palabras, que ese cable de alta tensión es en parte creación nuestra. Y Francisco lo ha agarrado para que los demás lo podamos soltar.
Y, por supuesto, gran parte de los comentarios tras la entrevista trataban sobre… aborto, matrimonio homosexual y anticonceptivos.
Quizás se pueda comprender que pase esto porque da pie a un titular calientito (lo sé, el chiste es malo) y aumenta la venta de periódicos (bueno, si es que hay algo que venda periódicos a estas alturas). Pero es una pena, porque participa de lleno en el esquema mental que el Papa está (con razón, pienso yo) decidido a demoler. Si nos limitamos a ver estas cuestiones sociales tan importantes como “asuntos” o “problemas”, no nos hemos enterado de nada.
En su corto papado, Francisco ha mostrado su voluntad y su deseo de mirar más allá de estos “puntos calientes” y ver a las personas de carne y hueso cuyas vidas se están viendo afectadas por ellos. Y eso no es lo mismo que hacer la vista gorda o ignorar estas cuestiones. De hecho, el papa está insistiendo en que, para los cristianos, tomarse estos asuntos en serio significa proclamar el amor misericordioso de Dios y no obsesionarse en “transmitir de modo desestructurado un conjunto de doctrinas para imponerlas insistentemente”. Pero nuestro discurso público (tanto dentro como fuera de la Iglesia), normalmente se desarrolla como si estos asuntos tan particulares pudieran separarse de las vidas humanas a las que tocan tan íntimamente. Y no se pueden separar.
Fijémonos, por ejemplo, en este fragmento de la entrevista que ha recibido mucha atención mediática en los últimos días:
Una vez, una persona, para provocarme, me preguntó si yo aprobaba la homosexualidad. Yo entonces le respondí con otra pregunta: “Dime, Dios, cuando mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza y la condena?”
El centro de atención no está aquí en un concepto general o universal, sino en la “persona”, esa persona que tengo delante de mí. Lo central no es un invisible “hombre del saco” o algo sombrío y carente de forma como un “programa gay” (o incluso un “lobby gay”, que lo mismo es). Respondiendo a la provocación, Francisco se centra en una persona: mi hermano, mi hermana, mi prójimo, o yo mismo. Y continúa diciendo:
Hay que tener siempre en cuenta a la persona. Y aquí entramos en el misterio del ser humano. En esta vida Dios acompaña a las personas y es nuestro deber acompañarlas a partir de su condición. Hay que acompañar con misericordia.
Para Francisco, las personas no son problemas. ¿Misterios? Sí, pero no problemas que arreglar o acertijos que resolver.
Esta misma idea vuelve a aparecer cuando Francisco pone el ejemplo de la mujer en el confesionario que cargaba a sus espaldas un aborto y un matrimonio fracasado. De nuevo, el centro de atención recae en el individuo, en su conciencia y su penitencia. Y con esto, el Papa simplemente está diciendo lo que tantos cristianos han descubierto una y otra vez: que es más fácil (y por tanto mucho más tentador) condenar y denigrar un concepto (“el Aborto”, “la Cultura de la Muerte”, “los Gays”) que a una persona igual que tú y cuyo dolor está presente delante de ti.
Al menos desde que me alcanza la memoria, nos hemos acostumbrado a un modo de hablar muy particular acerca de las cuestiones morales más complicadas: el modo al que Francisco se enfrenta en esta entrevista. El tópico desgastado que suele soltarse en estas situaciones es: “Odia el pecado, ama al pecador”. Y no es que esta frase sea mentira, pero tampoco es siempre inocente. Normalmente estas palabras se emplean como un respetable preludio a la condenación que viene luego; son la letra pequeña de rigor que se lee rápidamente antes de la denuncia previamente convenida. “Ámalos, pero…”
Todavía estamos esperando el “pero…” del papa Francisco. A lo mejor viene uno, y sin embargo no parece que vaya a haberlo próximamente. ¿Y quién puede negar el desafío que esto supone? Por un lado deseamos ardientemente (al menos yo lo hago) la protección de preceptos morales perfectos y de atajos para salvarse. Y sin embargo, sabemos que la frontera entre “pecador” y “santo” es una línea difusa y que el calificativo de “pecador” nos incluye a todos.
Muchos de entre nosotros (incluido yo mismo) hemos pronunciado piadosamente las palabras “hay que amar al pecador”. La pregunta que Francisco nos hace es: ¿Lo decimos en serio?