Originalmente en Inglés, traducido por Manuel Carrasco García-Moreno
Me había equivocado. No habían pasado aún tres semanas desde que no escatimé en nostalgia por la belleza del otoño cuando me vi en Berkeley, California, para un encuentro de jóvenes jesuitas bañado por el sol. Allí el sol empapa la piel, el clima suaviza el alma y cada día parece una reposición del verano. ¡Olvídense del rodar de las estaciones y quemen sus nostálgicos suéteres! Yo prefiero esos 25 grados constantes, a cualquier otra cosa.
La única pregunta pendiente era: ¿cómo hace la gente para pasar siquiera un minuto de puertas para adentro con este clima? Mientras estaba en Berkeley, no quería hacer otra cosa que salir a correr. Es raro que me dé un impulso así, así que lo tomé como una señal para salir a la calle. Con el iPhone en la mano, salí a correr en el campus de la Universidad, mientras buscaba un lugar que Google Maps había etiquetado como “Colina Panorámica”. No hay peligro, ¿verdad?
No tan rápido.
Cualquier ruta nueva para correr requiere confianza y gran cantidad de tiempo. Confianza en que los caminos mostrados por Google sean fiables y seguros. Gran cantidad de tiempo porque (en lugares como la montañosa California) la palabra “colina” es un concepto fluido. Subí caminando las colinas y serpenteé por las curvas, bajando de cuando en cuando, solo para volver a hacer cima pocos minutos después. Algunas veces las colinas se allanaban y me encontraba en terreno liso, donde era más fácil correr.
Con colinas o sin ellas, correr era la forma perfecta de asimilar la belleza de aquel día fresco de octubre. Las altas secuoyas y los eucaliptos formaban un dosel sobre el sendero, moteando el suelo con trocitos de sol. Pienso que el Paraíso estará ambientado con el olor de eucaliptos: grandes nubes esponjosas con olor a Vaporub. Ahí estaba yo, el paraíso en la tierra. Me encantaba.
Cuando decaía mi espíritu, desplegaba mis mantras de corredor. La mente vence a la materia, Joe. Tú controlas. Sigue centrado. Es increíble lo que la mente puede lograr cuando toma las riendas en serio. Mi mantra favorito burbujeaba entre respiración y respiración: Fuerte. Vital. Humano.
Mientras subía fatigosamente las colinas y bajaba corriendo las cuestas, mi mente se me iba a la oración. Correr y rezar es, creo, atractivo y repulsivo a partes iguales. Atractivo porque quiero disfrutar de sus beneficios; repulsivo porque dedicarse a cualquiera de esas acciones significa dejar de lado la vaguería. Atractivo porque me voy a sentir mejor cuando entre en el ritmo; repulsivo porque el buen ritmo es casi siempre un retorno sobre la inversión bastante tardío.
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Un amigo mío que era nuevo en esto de correr me dijo una vez: “Mi cuerpo se siente diferente de verdad ahora”. Bueno, les aseguro que su cuerpo realmente estaba diferente: había adelgazado mucho. Correr te hace respirar diferente, dormir mejor y empezar a querer comida más sana. No hay dosis de cafeína que pueda imitar el estado de alerta que se deriva de una actividad física sostenida. Cuando pierdes el hábito de correr con frecuencia, no sientes que la inercia te seduzca, hasta que te estás arrastrando (literalmente) a sus pies. Para mí, esto es muy parecido a bostezar, al cansancio a pesar de haber dormido y al antojo por comida basura crujiente y sabrosa solo porque, bueno, está sabrosa y crujiente
Cuando pierdo el hábito de correr (o, si vamos al caso, de rezar) me siento decaído y perezoso, ajeno a mi propia forma de ser. Me desperezo del letargo solo cuando puedo reconocer que el Bien me parece totalmente repulsivo. Ignacio fue un hombre sabio en lo que a esto respecta y dijo lo siguiente sobre el asunto:
Llamo desolación todo el contrario [de la consolación]; así como oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, […] hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor.
Pero es cuando nos damos cuenta de la seducción de la pereza el momento en el que empezamos a encontrar esperanzas: nos damos cuenta de que hemos perdido el ritmo. Y este, diría san Ignacio, es el primer paso para volver a la carrera. Somos seres humanos volubles y vulnerables; sí, pero también somos vitales y fuertes.
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Allí en Berkeley subía con torpeza “colinas” que parecían imposibles, coreando mi mantra: Fuerte. Vital. Humano. En armonía con mi respiración (esa abrazadera vital entre espíritu y cuerpo). Me paraba de vez en cuando y miraba hacia atrás, contemplando lo que había conquistado. El sendero devanado por mis huellas atravesaba las colinas. Las ascensiones parecían mucho más suaves a posteriori de lo que se veían al empezar: una verdad trillada sobre la perspectiva, pero verdad al fin y al cabo.
Cuando subimos una montaña raras veces vemos la cumbre y, sin embargo, cada cima nos estimula. Aunque sean difíciles de lograr y frágiles, los ritmos del cuerpo y del alma nos recuerdan que somos fuertes. Y vitales. Y humanos. Tan, tan humanos. De vuelta en el Medio Oeste otoñal, ando buscando un ambientador de eucalipto que me traiga a la memoria aquella carrera, ahora que los recuerdos de ella (y los buenos ritmos de mi alma y de mi cuerpo) se marchitan inevitablemente.
Los recordatorios son útiles. El esfuerzo merece la pena. Deberíamos tener confianza en los nuevos caminos y darnos gran cantidad de tiempo para saborear sus gracias.
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Nota del editor: Este será el último artículo de Joe Simmons, SJ, como bloguero habitual aquí en TJP. Seguirá escribiendo y apoyando esta web en otros formatos. Nos gustaría agradecerle la profundidad de sus percepciones y el humor con que ha contribuido a esta página. Estamos deseando dar la bienvenida a un nuevo escritor, Eric Immel, SJ, dentro de pocas semanas. Pero por ahora, queremos expresar nuestro profundo agradecimiento a Joe.
Gracias, Joe. ¡Has hecho una buena carrera!
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La imagen de portada, del usuario de Flickr, Daniel Parks, puede encontrarse aquí.