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Monseñor Óscar Romero fue fusilado en un día lunes, el 24 de marzo, mientras decía misa en la capilla del hospital Divina Providencia, donde residía. Prefería una residencia sencilla a algo más episcopal. Su funeral tuvo lugar seis días después, en el Domingo de Ramos de 1980. Fue la bala que hizo a Romero un mártir, fue su funeral que establecería las pautas para la larga batalla a su canonización.
Mira el video del funeral: verás por qué. La plaza delante de la catedral de San Salvador está llena gente, con sus ramos para el comienzo de Semana Santa. El cortejo sale de la catedral. Comienzan los tiros. La gente busca esconderse. Algunos sacan armas para defenderse. Luego los muertos y heridos son llevados de las calles.
La gente no estuvo de protesta. Estuvo después del asesinato de su arzobispo a manos de paramilitares, quienes, con el ejército y potencia de fuego financiada por los Estados Unidos, se preparaban para enfrentarse con la guerrilla izquierdista en una guerra civil de diez años.
El funeral de monseñor Romero, a pesar de que sostuvo que dio voz a los sin voz, él, su legado y su Iglesia fueron interpretados como actores políticos — y blancos correctos.
A pesar del hombre o su santidad, Romero declarado un santo o un mártir sería un asunto político. Y sigue siéndolo.
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La canonización de Romero el 14 de octubre tiene lugar en el Vaticano. El marco es tradicional, pero uno lamentable para católicos salvadoreños, muchos de los cuales no pueden solventar un viaje a Roma para asistir a la ceremonia. Pero tal vez sea mejor así.
El Salvador aún no se ha reconciliado con respecto a la guerra civil. La ultraderecha en el país es impenitente por su involucramiento en la muerte de Romero, y el imagen de él ha sido esterilizado en los últimos años para hacer más aceptable su santidad.
La política en el pequeño país no es igual a la de los 70 y 80, pero facciones de la misma radicalización siguen vivas. Todavía se lee titulares periodísticos como, “Arena ratifica su devoción por D’Aubuisson a días de la canonización de Romero”. Arena, la Alianza Republicana Nacionalista, es el partido ultra derecho fundado por d’Aubuisson. Y d’Aubuisson es generalmente considerado el autor intelectual del asesinato del monseñor.
Los descendientes políticos de d’Aubuisson todavía abrazan, sin vergüenza, la ideología política que justificó al asesinato, y un involucrado todavía vive en la impunidad.
Ese hecho todavía tiene implicaciones para la santidad de Romero. Desde el fin de la guerra civil hasta 2009, Arena gobernó en El Salvador. Como explica Carlos Dada, “el postulante oficial de la causa de la santidad de Romero ha revelado que tres embajadores salvadoreños al Vaticano —rehusó nombrarlos— presionaban en contra del proceso de canonización, arguyendo que Romero era una figura políticamente divisiva en El Salvador y que su elevación a los altares podría ser manipulada por grupos izquierdistas”.
Es decir, si la santidad de Romero parece demorar bastante, es por razones políticas — sin decirlo con simplificación excesiva por mi parte.
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Su santidad personal realmente no es una cuestión seria en su canonización, sino su impacto en el imagen de la Iglesia en su país. La cuestión principal ha sido, si él politizó al rol de la Iglesia en la vida pública, si tomó el lado de marxistas y corrompió la fe en el proceso.
Primero, hay de notar que la mayoría de sus labores carecen de indicación alguna de política radical.
Romero fue incuestionablemente ortodoxo y leal. Su diario, un registro de sus actividades cotidianas, rebosa de reflexiones bonitas sobre qué significa fidelidad a Roma para él como arzobispo. Para cualquier lector, no cabe duda que tenía un compromiso profundo de vivir fielmente al Papa, aún cuando regañado por el.
Aunque identificado comúnmente con la teología de la liberación, no estaba de punta en reflexión teológica. En los años antes de ser nombrado arzobispo, le costaba aceptar que significaba el Segundo Concilio Vaticano para la Iglesia en El Salvador, y le costaba aceptar a los que fácilmente aceptaron los rápidos cambios en la vida de la Iglesia. Fue instrumental en expulsar a los jesuitas del seminario interdiocesano al comienzo de los 70 por esa misma razón.
Y, francamente, tampoco estaba de punta en la pastoral, incluso según criterios centroamericanos. Leía las noticias del púlpito los domingos cuando fueron censuradas por el gobierno, pues se preocupaba por la distorsión de la verdad. Apoyaba a los religiosos y religiosas y al clero de su diócesis. Pero no fue la mente detrás de experimentos pastorales atrevidos, como la concientización de Rutilio Grande, SJ en Aguilares.
Sin embargo, su imagen no es así de sencilla de explicar.
Romero ha sido interpretado ampliamente de tener algo que ver con política izquierdista. No es falso, pero tal idea requiere explicación.
Como arzobispo, libremente escogió ponerse al lado de su pueblo a través de violencia atroz, y ganó la admiración de católicos y no católicos. En sus propias palabras, “Si hay un conflicto entre el gobierno y la Iglesia no es porque la Iglesia sea opositora, sino porque el conflicto ya está establecido entre el gobierno y el pueblo, y la Iglesia defiende al pueblo”.
Dejó de asistir a funciones gubernamentales poco después de ser nombrado arzobispo porque el asesinato de Rutilio Grande en 1977 nunca fue investigado. En contraste, seguía reuniéndose y dialogando con gente que no fue de la Iglesia. La toma de templos por grupos que querían voz fue común, y Romero intentaba ser mediador con frecuencia. Condenaba la violencia de grupos izquierdistas, pero fueron mayores las consecuencias de romper el statu quo con un gobierno cada vez más homicida.
Para el gobierno, él fue la misma cosa que fueron los comunistas que se refugiaban en los templos principales de San Salvador de vez en cuando. Tanto católicos como comunistas fueron torturados y asesinados antes y después del asesinato de Romero. Fueron igualados en los ojos de los militares y los grupos paramilitares.
Si los radicales respaldaron a Romero, es porque su preocupación pastoral no se detenía solamente en los que fueron ortodoxos sin cuestión. En las décadas desde su fallecimiento, esto no ha sido olvidado.
Uno de mis ejemplos favoritos de la imagen no tan ordenada de Romero: según Élmer Menjívar, hay los que lo llaman “el santo patrono de los ateos”, un título paradójico si había.
Apoyantes católicos, dice Dada, “han tratado de raspar su legado de cualquier controversia política”. Polémica contemporánea sobre el legado de Romero intentan pintar un obispo ortodoxo y manso, que no es incorrecto. “Romero, arguyen, actuó estrictamente según los evangelios. Fue asesinado por su fe”, explica Dada.
Tal imagen purificada cuesta algo: la verdad. Romero sí tenía una política controversial, y sí ha sucedido un desacuerdo real a partir de su muerte sobre qué significa que un prelado tome lados en violencia política.
Si Romero sea nada más un hombre santo sin política, podría ser un intento de exorcizar la oposición histórica dentro de su propia conferencia episcopal. En su diario, Romero relata cuánto dolor tenía cuando sus propios hermanos obispos se oponían a su labor. Cuando Papa Juan Pablo II visitó a El Salvador en 1996, Monseñor René Revelo le dijo que “Romero es el responsable de los setenta mil muertos que hubo en este país”. Tanto en su muerte como en su vida, Romero es tomado como el responsable.
El intento de lavar las manchas políticas del legado romeriano para que sea el primer santo salvadoreño ha sido “cinismo, burla, hipocresía, oportunismo, pragmatismo, marketing”, según Menjívar.
No estoy dispuesto a contradecir la evaluación de Menjívar. Sí hay beneficio en minimizar la controversia que rodeaba a Romero en su propio tiempo y desde entonces. Pero una parte sustancial de la santidad de él se basa precisamente en dialogar con y defender a gente fuera de la Iglesia, en ejercer su poder arzobispal para los no católicos — en no trazar una línea clara para que los demás sufrieran las balas. Fue el arzobispo de todos, incluso los que quedaban fuera del rebaño.
Sí, tal vez sea mejor que la canonización tome lugar en Roma, donde la presencia pública de los que lo oponen enraiza más la creencia que uno puede celebrar la santidad salvadoreña y querer muerto a Romero a la vez.
Pero cuando Romero sea canonizado, sellará una parte importante de su legado — su rechazo a colaborar con opresores y su disposición a dialogar con revolucionarios. No estoy seguro que su imagen pueda lograr reconciliación en El Salvador, en particular si no somos honestos sobre su labor, su legado y El Salvador de hoy.
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Canonizado, el manso obispo y listo actor político será reverenciado por la Iglesia universal. Será recordado en marzo en su fiesta, y no por la primera vez. Será también despreciado: representa una Iglesia que toma el lado de los pobres y vulnerables, a pesar de su política.
Como el funeral y la canonización de Romero, la santidad moderna — delante de cámaras y grabada para la posteridad — no es sin una lucha. Es sangrienta, y claramente no todos estamos de acuerdo. Debe ser una llamada a la conversión, pero es mejor descrita como un signo de contradicción, que revela los corazones de muchos.