Originalmente en inglés, traducido por Manuel Carrasco García-Moreno
Me cuento entre la gente más privilegiada del mundo. Soy un hombre blanco americano. Soy un cristiano bien alimentado, sin discapacidades y con alta formación académica. He tenido muchas ventajas en la vida y, como jesuita, trato de reconocer y responder a estos privilegios, en parte, a través del contacto directo con los pobres. Aunque no puedo aliviar completamente la culpa y la frustración que siento como resultado de mis privilegios (de eso no hay quien escape), lo acepto lo mejor que puedo y trato de corresponder mediante actos de solidaridad misericordiosa con los que son menos privilegiados que yo.
Paso la mayoría de martes por la noche con un grupo de estudiantes de la Universidad Loyola de Chicago que se sirven de la comida como excusa para la conversación y la comunión con personas que viven sin hogar en la Avenida Michigan. La Magnificent Mile 1 de Chicago es el hogar de los ciudadanos más eruditos, pudientes y modernos de Chicago. Uno puede, fácilmente, gastarse miles de dólares en el último bolso de Louis Vuitton, chamarras polares Patagonia lists para ir a esquiar y magníficos trajes tres piezas Ermenegildo Zegna, de magnífico corte y con dos botones.
También puedes ver a personas pidiendo limosna para una hamburguesa, o una simple expresión de compasión y preocupación. En los últimos años cada vez ha sido más fácil convertirse en esa persona pidiendo limosna o miradas de compasión. A lo largo de la Avenida Michigan esa historia, la historia de las oportunidades perdidas, es la que se cuenta todo el rato. Desde nuestra posición privilegiada, vamos a las calles; queremos oír esa historia porque estamos seguros de que hay algo que aprender de ella. Así que vamos por ahí con una nevera llena de perritos calientes, plátanos, barritas de cereales y limonada y observamos desde el destello de los escaparates de Burberry para ver al hombre que pide algo de limosna justo enfrente.
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Hace algunas semanas salí con otros cinco y conocimos a Larry. Inmediatamente aceptó la limonada que le ofrecía una chica joven del grupo porque, según el consejo de Larry, “Nunca le dices que no a una mujer”. Buscando excusas para entablar conversación con él le pregunté: “¿Tienes algún buen consejo para un joven?” Su tono cambió, y dejó caer la voz un poco cuando dijo: “Agárrate de la mano de Jesús”. Un consejo como este suele venir acompañado de una experiencia profundamente enraizada, como sabiduría inscrita en roca.
Siguió la conversación y cuando le pregunté si había algo más que necesitara de nosotros, Larry sugirió un par de guantes si le podíamos encontrar algunos. Sacando sus manos, largas, callosas, llenas de nudos, dijo: “Está empezando a hacer frío, después de todo”. Mi reacción inmediata fue agarrarle las manos (las tenía terriblemente frías) y frotarlas para ayudarle a entrar en calor. No pude evitar darme a mí mismo una palmadita en la espalda (heme aquí, que un hombre me aconseja agarrarme de la mano de Cristo y justo en seguida ya estaba yo haciendo justo eso), viendo a Cristo en el pobre y sirviéndole. “Eric, eres un buen tipo”, pensé.
En el momento en que estaba pensando eso, Larry nos dijo que era VIH positivo. Todo dentro de mí retrocedió.
He trabajado algo con gente que tenía VIH y sida. Sé que por frotarle las manos a Larry no iba a contagiarme de la enfermedad. Y sin embargo, había tanto que no sabía sobre Larry, sobre su vida y su historia. Se nos suele decir (como en el refrán) que ojos que no ven, corazón que no siente. Bueno, en aquel momento lo que no veía realmente me estaba asustando. Lo que no conozco suele asustarme.
En aquel sitio, en algún lugar entre el consumismo y las consecuencias de la injusticia , donde las realidades de los ricos y los pobres coinciden, algo me recordaba que he crecido en un mundo que celebra las tiendas Gucci y el sonido de los tacones y los elegantes zapatos de suela dura apresurándose a lo largo de una calle que llamamos “Magnífica”. Este no es un mundo que mira hacia abajo cuando una débil voz sube desde la acera, acompañada por el tintineo de unas monedas en un vaso gastado de Starbucks, pidiendo algo de ayuda mientras va haciendo más y más frío. Mi privilegio es un refugio frente a este tipo de cosas. No es mi realidad y no puedo entenderla del todo. Pero de alguna misteriosa manera, encuentro cierto alivio en estas experiencias que revelan lo problemático de mi privilegio; experiencias que me fuerzan a vivir incómodamente.
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Hay montones de fotos del papa Francisco dando vueltas por ahí últimamente, pero las dos que más me han impactado son en las que sale abrazando a un par de hombres afectados por enfermedades de la piel muy visibles y demacrantes. Me pregunto qué pensaría el Papa cuando se los encontró. Me pregunto si él también se toma un momento cuando se encuentra con algo que no entiende. Sea cual fuere su reacción, lo he visto acercarse amorosamente una y otra vez, aceptando al otro como alguien creado y celebrado por Dios. Su testimonio, junto con el de los estudiantes con los que salgo las noches de los martes y el de Larry, me empujan más allá de incomodidades y me atraen más profundamente a este trastabillar que llamo vida.
Larry no supo qué me pasó por dentro en aquél momento en que nuestras manos se tocaron. Escondí bien el impulso de retroceder; incluso asustado, no solté su mano. Él estaba convencido de que yo quería ayudar y, cuando finalmente le solté las manos, estaban más calientes que antes, aunque solo fuera por un momento. Aceptó ese regalo con agradecimiento y con su aceptación me dio él el regalo de un encuentro que cambia la vida. Incluso así, yo quería un segundo intento. Quería volver a la semana siguiente y calentarle las manos ya sin miedo. Quería que supiera lo mucho que sentía.
Y sin embargo, me doy cuenta de que el impulso de retroceder formará siempre parte de estos encuentros. En momentos como estos, compartimos nuestra naturaleza, quebrantada e imperfecta, unos con otros. Como dice el salmo 51, “mi sacrificio, Señor, es un espíritu quebrantado”. Pero un espíritu quebrantado, ofrecido mientras me encuentro con los pobres, los marginados, los que luchan, es lo que tengo para ofrecer. Y cuando lo ofrezco en relación y no por mi cuenta, como dice Mev Puleo, “la lucha es una sola” 2 Encuentro alivio en esta verdad, sabiendo que incluso en medio del miedo y la incertidumbre, también hay quien me está agarrando de la mano.
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La imagen de portada, del usuario de Flickr Alex Proimos, puede verse aquí.