Nota del editor: Pau Vidal, SJ es un jesuita catalán que trabaja en el Servicio Jesuita a los Refugiados. Pau es el coordinador pastoral en el campamento de refugiados de Kakuma (Kenia) donde viven en el exilio refugiados de Somalia, Sudán del Sur, Congo, Etiopía y otros países de la región desde hace muchos años.
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Kakuma, 14 de Julio de 2013
Desde una perspectiva global, sin lugar a dudas, la educación es un privilegio reservado a unos pocos. Este privilegio es todavía más inalcanzable para aquellos que viven en un campamento de refugiados.
Sin embargo, la educación es una de las pocas actividades regulares en la vida de los miles de muchachos y muchachas que viven aquí en el campamento de refugiados de Kakuma (Kenia) exiliados: lejos de sus hogares y sus tierras. Hoy la población en el campamento alcanza unas 120,000 personas de las cuales más del 50% son menores de 18 años. Niños, niñas y jóvenes están por todas partes convirtiendo el campamento en un lugar lleno de movimiento y vitalidad.
Pero los retos de la educación en este campamento no son pocos. Las clases tienen lugar en unas estructuras paupérrimas y muy dañadas, a veces incluso bajo la sombra de un árbol, con más de 50 estudiantes de secundaria por cada profesor (en el caso de la escuela primaria son incluso 150 estudiantes por clase). Muchos de los profesores tienen una formación mínima y a menudo no se presentan a clase. ¿Libros de texto? ni hablar. Los temarios de las asignaturas adolecen de un sesgo occidental muy fuerte de manera que lo que se enseña está totalmente descontextualizado. Cuando camino por el campamento, compartiendo la vida con los refugiados, a menudo me pregunto: ¿De qué sirve esta educación? ¿Les está ofreciendo algo de valor a estos muchachos y muchachas?”
La semana pasada, mientras me entretenía con estos pensamientos, más bien pesimistas, me acordé del testimonio de Peter. De nuevo, su vida y su tesón me tocaron profundamente y me ofrecieron una mirada nueva.
La historia de Peter
Recuerdo haberme encontrado con Peter por primera vez hace varios meses, durante mi primera semana en Kakuma. Era domingo, y me llevaron a una de las capillas de la parroquia en el campamento para celebrar la misa. Peter, al ser uno de los líderes de la comunidad, fue el primero en darme la bienvenida. Tenía una sonrisa amplia y sincera. Recuerdo quedar impresionado, incluso un poco acongojado, por su estarura. Como la mayoría de las personas del Sudán del Sur, Peter es altísimo (¿Alguien todavía recuerda a Manute Bol, el jugador de la NBA que medía más de 2 metros?). Su presencia, sin embargo, no era amenazadora. Me saludó muy cálidamente, tomó mi diminuta mano entre sus grandes manos, y me dijo suavemente, en un Inglés con un fuerte acento: “estamos muy contentos de que hayas venido”.
Peter está a punto de terminar su último año de educación secundaria en una de las dos únicas escuelas secundarias del campamento. Aquí en Kakuma sólo 1.373 personas tienen la posibilidad de completar su educación más allá de la primaria. Cada uno de estos mil trescientos estudiantes no solo sueña con un futuro mejor gracias a la educación, sino que de hecho se esfuerza día tras día para hacer realidad su sueño. Peter es uno de ellos.
Este privilegio, sin embargo, pide mucho sacrificio. Cada día Peter se sienta en una clase bien apretada, bajo las oxidadas chapas de zinc golpeadas sin piedad por el sol infernal de estas latitudes e intenta digerir cada palabra que su profesor dice y descifrar todas y cada una de las fórmulas escritas en la pizarra. A veces, el calor es tan intenso que los alumnos piden permiso para salir un momento, no para ir al baño, sino para refrescarse el rostro con un poco de agua, y así retomar fuerzas y no desfallecer a media lección.
Peter ya no es un adolescente a pesar de estar todavía en la escuela secundaria. Tiene 29 años de edad y lleva los últimos diez viviendo en este campamento de refugiados. Su “hogar” es un conjunto de cinco chabolas con paredes de barro. Veintinueve personas viven allí, y como muchos de ellos son menores de edad sin familiar alguno, Peter es el responsable, el padre del grupo. De hecho, después de la súbita muerte de su hermano el pasado año, acogió en su hogar a la mujer de su hermano con sus tres hijos. En la casa de Peter no les falta gente.
Pero desgraciadamente, en las últimas semanas, Peter no ha venido a dormir a casa.
Durmiendo fuera de casa
El motivo es que cada día al terminar las clases por la tarde, Peter se apresura y camina una hora de vuelta a casa para ver que todo esté en orden, pero de inmediato vuelve de nuevo a la escuela. En su breve tiempo en casa, arregla unas pocas cosas y se encarga de que los más pequeños tengan lista la única comida del día (siempre maíz y frijoles). Sin demora, de nuevo camina una hora hasta la escuela donde pasará la noche.
Pero Peter no está solo. Como él, muchos estudiantes (quizá unos doscientos) llegan al atardecer, arreglan sus esteras de paja trenzada y poco a poco se duermen en el suelo del salon de clases. Algunos incluso traen consigo su mosquitera. Llegada la mañana, enrollan la mosquitera junto con la estera, y la colocan en delicado equilibrio entre las maderas del techo para permitir que, un días más, las clases empiecen.
¿Qué es exactamente lo que llama a tantos estudiantes a sumarse a este espontaneo y auto-gestionado “internado”, por llamarlo de alguna manera? La respuesta de Peter me deja atónito.
El año pasado, una ONG (Organización No Gubernamental) donó a la escuela unos paneles solares y cableó algunas de las aulas. Cuando el resto del campamento de refugiados se sumerge en la oscuridad, unos pocos estudiantes (aquellos que han podido juntar suficiente dinero para comprar una bombilla) se reúnen cerca de la tenue y frágil luz para estudiar, rodeados por la oscuridad. Lo hacen porque todos y cada uno de los 1.337 registrados en la escuela secundaria saben que sólo el estudio serio y continuado les abrirá las puertas del futuro.
Se encuentran en la escuela casi cada día, especialmente ahora que los exámenes se acercan. Probablemente, si estás leyendo esto al terminar el día en América (o a media tarde en Europa, o muy temprano de mañana en Asia) ahora mismo están reunidos alrededor de la luz. Ahora mismo, Peter y sus compañeros están estudiando, o durmiendo uno al lado del otro en el suelo de su escuela bajo una mosquitera, o caminando una hora de ida y otra de vuelta, levantando polvo a cada paso.
Esta noche, Peter y sus compañeros quizá dormirán lejos de casa, con el estómago vacío. Pero el sueño que persiguen parece llenarles más que la escasa ración alimentaria que Naciones Unidas distribuye cada quincena a cada refugiado.
Difícil elección
Si Peter tuviera algún ingreso quizá podría comprar velas, o queroseno, o incluso una lámpara solar portátil y estudiar desde casa. Pero para él y muchos otros esa no es una posibilidad. Peter no tiene ni un céntimo. La vida en el campamento no es fácil, y aquellos viviendo en pobreza y en el exilio confrontan elecciones a menudo … difíciles.
Desde que Peter me contó de sus noches de estudio en la escuela no paro de preguntarme: ¿Cuál es realmente la mejor opción para él? ¿No debería quizá permanecer en su casa, para hacerse cargo responsablemente de las veintiocho personas que dependen de él? ¿O está bien que intente hacer todo lo posible para completar con éxito su educación y así poder ofrecer un futuro mejor a su gente? Desearía tener una respuesta clara a estas preguntas, pero sinceramente no la tengo.
El testimonio de Peter me recuerda vivamente la terrible injusticia estructural que niega a tantos Peters el acceso a una educación de calidad y a medios adecuados. Su historia es como un aguijón para todos aquellos que damos por sentado que la luz/televisión/computadora se encenderá inmediatamente cuando presionemos con nuestros dedos un botón. La perseverancia de Peter en busca de la luz es un doloroso pero necesario recordatorio de cuan excepcional es tener siempre electricidad en casa.
La próxima vez que enciendas la luz, recuerda a Peter.
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Nota del autor: si quieres ayudar a traer más luz en la vida de Peter, puedes hacer una donación al Servicio Jesuita a los Refugiados en Kakuma. Por favor marca tu donativo como “mayor necesidad” e indica que deseas que la donación vaya para Kakuma. Todas vuestras donaciones nos ayudaran a encontrar soluciones duraderas para Peter y sus compañeros y compañeras.
La fotografía de la portada es del P. Pau Vidal celebrando la misa en el campamento de refugiados de Kakuma. Puedes encontrar esa foto y otras en la página web de Pau.